lunes, 19 de mayo de 2014

Las burbujas de reacción y la Amígdala



DANIEL CLOSA – Cuando estamos rodeados de personas, necesitamos mantener una cierta distancia con el resto. Una distancia física a partir de la que, si se nos acercan más, nos empezamos a sentir incómodos. Todos hemos experimentado esta latosa sensación cuando alguien invade nuestro espacio. Sentimos que se toman demasiada confianza y tenemos tendencia a echarnos para atrás para mantener la separación. Es lo mismo que pasa con los pájaros: cuando se ponen en los hilos eléctricos podemos ver que lo hacen manteniendo una distancia similar los unos con los otros.

En antropología se conocen como “burbujas de reacción” unas esferas imaginarias que nos rodean y que condicionan nuestro comportamiento. Cada uno de nosotros tenemos varias de estas esferas imaginarias rodeándonos. Existe la esfera social, que es la que marca la distancia en la que interaccionamos con otras personas en los ámbitos sociales. Esta es una distancia más grande que la de la esfera personal, en la que nos sentimos incómodos cuando alguien entra. La más próxima y restrictiva es la esfera íntima, a la que solo dejamos entrar a las personas con quienes compartimos ataduras emocionales que ya son bastante intensas.



A veces, estas esferas causan problemas porque están muy condicionadas por la cultura. La distancia a la que un habitante del norte de África regatea nos puede resultar violenta, mientras que nos sorprende la incomodidad que causamos a los nórdicos cuando hablamos a una distancia que a nosotros nos parece prudente, pero que ellos solo aceptan en la intimidad. Y es que, aunque tengan una fuerte base biológica, las distancias que marcan los diferentes niveles de interacción social están muy condicionadas por la cultura.

Su origen se pudo identificar en unos estudios que se hicieron con una mujer que tenía lesionada una zona del cerebro llamada amígdala. Inicialmente el estudio solo pretendía ver si las lesiones afectaban su capacidad para reconocer las expresiones faciales de las otras personas, pero los investigadores se percataron que aquella mujer se acercaba exageradamente cuando mantenía conversaciones, lo que les hizo pensar que, quizá, la amígdala estaba relacionada con la distancia personal.

Esto lo pudieron verificar en un sencillo experimento. Pedían a voluntarios que se fueran acercando al experimentador hasta llegar a un punto en que dejaran de sentirse cómodos. Vieron que eso pasaba alrededor de los sesenta centímetros de distancia. En cambio, aquella mujer podía seguir acercándose y sentirse perfectamente cómoda aunque casi se estuvieran tocando.

Estudios posteriores con técnicas de imagen aplicadas al cerebro permitieron ver que la actividad de las neuronas de la amígdala aumenta mucho a medida que alguien se nos acerca más de lo que consideramos excesivo. Incluso con los ojos cerrados, la amígdala se pone en funcionamiento si nos dicen que tenemos a alguien muy cerca.

De manera que la amígdala parece actuar mezclando sensaciones conscientes e inconscientes y participando activamente en el proceso de socialización de los humanos. Es como una señal de alarma que se dispara cuando alguien se nos acerca demasiado. Pero al mismo tiempo es una alarma que conscientemente podemos modular. Si no fuera así, resultaría aún más difícil viajar en metro en horas punta o ir a conciertos. Como buen mecanismo biológico, el sistema funciona según un patrón general, que podemos adaptar en función de las circunstancias.

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